Realizados ya los exámenes, queda ahora la tarea de corregirlos, evaluarlos. Y con ello se avecina también el cuestionamiento por parte de los alumnos de esta labor de su profesora. En un momento de descanso, paseando por la web, me encuentro con un artículo de Miguel Santa Olalla con el que no puedo estar más de acuerdo.
Corregir filosofía.
Algunas reflexiones sobre la corrección y la posterior evaluación
Tiempos de exámenes y lo que traen consigo: una
de las tareas más aburridas de la docencia. La corrección consiguiente.
Una más de las varias tareas que tienen ocupados a los profesores por
las tardes pero que las administraciones públicas han tendido a ignorar
cuando han declarado públicamente que los profesores trabajaban “solo”
las horas que estaban en clase. Polémicas al margen, lo cierto es que la
calificación de los exámenes no es, ni mucho menos, un asunto menor. Y
más aún en el caso de la filosofía, asignatura en la que todavía hay
quien piensa que la corrección es puramente subjetiva, ya que, a fin de
cuentas, cada cual puede tener la opinión que le venga en gana. Lo cual
es más que cuestionable: no todas las opiniones valen, y se pueden
cometer auténticas patadas intelectuales, históricas y filosóficas. Por
poner un ejemplo tontorrón: cualquier alumno puede decidir ser marxista o
no serlo, pero es inconcebible leer en un examen, como me ha ocurrido
alguna vez, que como su propio nombre indica el Capital es uno de los
textos básicos del capitalismo.
Y es que al final, frente al prejuicio común, corregir filosofía no
está nada alejado de la objetividad. Por influencias bien diversas, soy
de los que piensan que aprender cualquier cosa pasa necesariamente por
adueñarse del lenguaje correspondiente, y no creo que sea un disparate
decir que la filosofía es una asignatura eminentemente lingüística, en
la que la capacidad de expresión de conceptos abstractos ha de tener un
peso importante. Así que lo que en un principio era subjetividad, va
cristalizando poco a poco: faltas de ortografía, problemas de expresión o
redacción, conceptos mal utilizados… se trata de criterios lingüísticos
elementales que deberían tenerse en cuenta en cualquier examen de
filosofía. Y si a esto le unimos dos o tres criterios igual o más de
sencillos, nos vamos acercando aún más a esa objetividad buscada:
claridad en las ideas, relacionar estos con sus teorías y autores
correspondientes, no cometer errores graves, y no incluir
contradicciones en la exposición de la pregunta de turno. ¿Acaso no nos
acercamos a criterios que en nada dependen de la persona que corrige?
Es cuando menos chocante que los criterios expuetos les parezcan a
los alumnos, y a veces incluso a los compañeros, demasiado exigentes
para un nivel como el bachillerato, una etapa de estudios no obligatoria
a la que se debería acceder, en teoría, con un dominio de la lengua,
tanto oral como escrito. Es esta sin duda una de las lacras de nuestro
sistema educativo: si miramos los objetivos de la secundaria y de cada
una de las asignaturas, nos damos cuenta de que a menudo son papel
mojado. Las circunstancias particulares y personales de los alumnos
llevan a hacer la “vista gorda” en las evaluaciones finales, con las
consecuencias que esto provoca en otros niveles educativos. Algo que no
es ajeno a la propia corrección de la filosofía: los criterios expuestos
se tienen que completar necesariamente a final de curso con otras
variables, que van desde el trabajo de clase al esfuerzo realizado, por
poner solo un par de ejemplos. De manera que, cuando el curso termina,
la corrección se tiene obligatoriamente que “subjetivizar”, pues de otra
manera la cantidad de suspensos sería sensiblemente mayor. Algo que nos
lleva a una de las grandes preguntas de la corrección y la
calificación: si tanto se habla de objetividad en la evaluación, ¿de
verdad queremos una corrección y una evaluación objetiva? Me temo que a
poco que hurguemos en el asunto no tardaremos en dar una respuesta
claramente negativa.
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